El derecho del trabajo

AutorCarlos de Buen Unna
Páginas117-134

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I Una incómoda reflexión inicial

Una de las decisiones verdaderamente trascendentales, de la que dependerá buena parte de nuestra suerte y de la de nuestra familia, es la elección de la carrera, misma que tomamos, por lo general, al haber transcurrido alrededor de una quinta parte de la vida, cuando no contamos ni con la suficiente información, ni con una experiencia razonable que nos permita anticipar un buen resultado.

Después habremos de invocar razones más que suficientes para justificar la tan “atinada” decisión: la evidente vocación por la abogacía, una innata habilidad por la dialéctica y la negociación, la gran preocupación por la justicia o de plano, nuestra desbordada pasión por el Derecho.

Ya en la intimidad, habremos de reconocer que seguimos la carrera un poco por inercia; tal vez por la seguridad de contar con un despacho ya puesto, con una atractiva cartera de clientes; quizás también, por qué no, para aprovechar un camino andado por alguien más, en el que se ha asociado un apellido ilustre, casualmente el nuestro, a esta profesión.

En muchos casos no habrá ni padre ni tíos abogados, pero el ejercicio del Derecho habrá parecido una lucrativa profesión, relativamente fácil de estudiar. No podemos descartar tampoco el temor reverencial por las matemáticas y otras “ciencias duras” cuya exactitud no permitiría ocultar nuestra ignorancia tras hábiles sofismas. A final de cuentas, nunca dejamos sin contestar una sola pregunta en los exámenes de Civismo de la Secundaria, o en los de Derecho, en la Preparatoria, y después de todo, con un pequeño esfuerzo, pudimos pasarlos razonablemente bien. En cambio, la maldita Química...

Pues bien, ya estamos aquí, a media carrera o quizás un poco más adelante, y ahora tenemos que decidir el área en la que habremos de especializarnos. De nuevo nos enfrentamos a nuestra gran inexperiencia y una vez más podemos repasar algunas de las verdaderas razones que nos trajeron a esta profesión, sobre todo las familiares y las económicas, que serán fundamentales para la nueva elección.

Pero más vale no hacerse grandes ilusiones. Es muy probable que tengamos que dejar de lado nuestros gustos y vocación, al darnos cuenta que más que nuestra elección,

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será el mercado el que tome por nosotros la decisión. En el mejor de los casos seremos parte de esa minoría privilegiada que ya tiene su lugar en un bufete, en una notaría, en un importante grupo empresarial o quizás en una central sindical. Aún así, la elección no habrá sido realmente nuestra.

Pero la inmensa mayoría no sabrá en donde trabajará y las esperanzas originales de entrar a esa prestigiada firma de penalistas, fiscalistas o corporativistas, probablemente acabarán en un desconocido despacho de laboralistas, por allá por los rumbos de la Junta de Conciliación y Arbitraje, desahogando consultas gratuitas, antes de hacerse cargo de la primera audiencia, representando a ese infausto trabajador que llegó al despacho, no por recomendación de un cliente satisfecho, sino gracias al pago de una comisión, obviamente sin recibo. No les servirá de consuelo saber que a otros les ha ido peor, manejando un taxi ajeno mientras esperan la oportunidad de ejercer de cualquier manera la profesión, por no hablar de aquellos para quienes lo del taxi es todavía una aspiración.

Y así, de manera nada atractiva, nos topamos con el principal problema del derecho laboral: el desempleo o, mejor dicho, la falta de trabajo.

II El trabajo y el derecho

Se ha dicho que la inteligencia es lo que distingue al hombre de otros animales. Sin embargo, la observación de las conductas de algunas especies echa por tierra esta hipótesis, al no haber una mejor explicación de ellas que el aprendizaje por medio de la razón y no la mera repetición inconsciente de actos irracionales. Quizás no seamos los únicos seres inteligentes, sino sólo los más inteligentes, aunque muchas veces nos esforcemos por parecer precisamente lo contrario.

Pero hay una diferencia más notoria que una inteligencia en grado diferente: las relaciones de producción. En efecto, ninguna especie tiene la capacidad del ser humano para transformar la naturaleza, para servirse de ella y someterla bajo su poder. Para bien o para mal, el hombre puede modificar los materiales e incluso cambiar la información genética de los seres vivos, retando a la naturaleza en su intimidad. Consciente o inconscientemente, el hombre puede alterar los equilibrios naturales, como ningún otro animal puede hacerlo, y todo ello a través del trabajo. “Pero el trabajo — decía Federico Engels — es muchísimo más que eso. Es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre”.1

Nadie puede prescindir del trabajo, sea del propio o del ajeno. El trabajo no sólo es necesario para producir lo que consumimos, lo que nos permite subsistir, sino para vivir

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bien, para disfrutar la vida. Sin el trabajo, no hay proyecto que fructifique ni esperanza que se cumpla.

Como otros fenómenos sociales, el trabajo requiere de reglas que permitan llevarlo a cabo en condiciones armónicas. Las relaciones de producción son esencialmente injustas y por ello, el Derecho debe intervenir para fijar las reglas que permitan un aprovechamiento racional del trabajo, en el que unos y otros salgan beneficiados.

Pero no fue el derecho del trabajo el que se ocupó inicialmente de regular las relaciones laborales. Fue primero el derecho civil, con figuras como el contrato de arrendamiento de servicios, el de prestación de servicios profesionales y el de asociación en participación, y más tarde el derecho comercial, con la comisión mercantil y otras figuras en las que se prestan servicios personales.

Pero el problema con las disciplinas del derecho privado es que conceden a la auto-nomía de la voluntad de los contratantes un papel preponderante, al suponer que los sujetos son esencialmente iguales, lo que habría que poner en tela de juicio ante cualquier intercambio social, pero que resulta evidentemente falso cuando se trata de las relaciones laborales. Por ello, dejar que las partes establezcan de común acuerdo sus derechos y obligaciones, no es sino permitir que el fuerte abuse del débil, y a mayor desigualdad, mayor será la explotación. Para el derecho privado ha sido suficiente limitar los abusos de las partes, para que las relaciones civiles y mercantiles conserven cierta armonía. No obstante, estos límites son insuficientes en las relaciones entre el capital y el trabajo que, para atenuar esa explotación, requieren de disposiciones más radicales.

El derecho del trabajo surge ante la incapacidad del derecho privado para responder al “hombre que ha tenido la desgracia de no nacer propietario”,2 porque hasta el siglo XIX, el Derecho se vino construyendo sobre la base de la propiedad y los derechos subjetivos. Como lo ha dicho el jurista Italiano Humberto Romagnoli: “Su identikit normativo reproduce, pues, las líneas fundamentales de un hombre aplastado por problemas más grandes que él, si bien muy elementales, como el de llenar el puchero todos los días. Un hombre sin poder, que por sí solo es incapaz de utilizar con ventaja los principios igualitarios del liberalismo contractual y, por los que, al contrario, es estafado. Un hombre sin cualidad, porque el trabajo no le realiza ya: le agota, le abruma, puede matarle. Este es el modelo jurídico de hombre que se sitúa en el origen de la formación histórica de un Derecho a horcajadas entre el Derecho de los bienes y el Derecho de las Personas”.3

Gracias a las batallas de los trabajadores, sobre todo en Europa a partir de la revolución industrial, y a la intervención de valientes luchadores sociales, nació y se fue consolidando una nueva disciplina jurídica, que se distinguió de las demás por imponer una clara tutela en favor del débil, el trabajador, superando la vieja ficción liberal de que la autonomía de la voluntad ha de ser la regla fundamental de la convivencia social.

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En ello México jugó un papel de gran importancia, no sólo por algunas luchas aisladas de los obreros, entre las que destacaron los conflictos de Cananea, en Sonora, en junio de 1906, y el de Río Blanco, en Veracruz, en enero de 1907, sino, sobre todo, por un brillante conjunto de diputados del Congreso Constituyente, tanto del ala conserva-dora, afín a Carranza, integrada, entre otros, por Macías, Palavicini y Cravioto, como de la parte progresista, la de los “jacobinos”, en la que participaron gentes de la talla de Jara, Múgica, Manjarrez Victoria, Góngora y varios más. Desde luego, no se puede olvidar la influencia que ejercieron personajes fundamentales como Cabrera y los Flores Magón y su Partido Liberal Mexicano, cuyo Programa es un antecedente directo del artículo 123 constitucional.

La Constitución mexicana de 1917 fue la primera en el mundo en elevar al mayor rango jurídico las garantías sociales, incluyendo derechos laborales fundamentales como la estabilidad en el empleo, el salario mínimo, las medidas de protección al salario, la jornada máxima, el descanso semanal, la protección a la maternidad, la participación de los trabajadores en las utilidades de las empresas, la protección frente a los riesgos de trabajo y los derechos de asociación profesional y de huelga, entre otros.P>En 1931 se promulgó la primera Ley Federal del Trabajo, reglamentaria del artículo 123. Sin duda, constituyó un avance significativo en las luchas obreras, pero como lo señala Néstor de Buen, “su verdadera trascendencia debe de encontrarse en tres instituciones: el sindicato, la contratación colectiva y el derecho de huelga que, de la manera como fueron reglamentados y no obstante los vicios derivados de su aplicación práctica, han...

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