La nueva ideología en el proceso civil y el principio de inmediación

AutorRenzo I. Cavani Brain
CargoAlumno del undécimo ciclo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima
Páginas60-72

    A Mercé, mi futura esposa, a quien amo y admiro.

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I La reforma del proceso civil en el Perú

Han pasado ya poco más de 18 años desde que aconteció la mayor revolución de la justicia civil en el Perú. Pero no sólo fue un cambio en la normatividad, sino también un radical giro ideológico que llevó a que jueces, abogados y justiciables deban adecuar su forma de hacer proceso a otros moldes y principios y a una nueva mentalidad. Y con el término “nueva” no aludimos a su vigencia histórica (pues nació en la segunda mitad del siglo XIX y se desarrolló a lo largo de la primera mitad de la centuria pasada), sino porque era casi desconocida en nuestro país.

Como el atento lector habrá intuido, nos referimos al tránsito del vetusto Código de Procedimientos Civiles de 1912 al Código Procesal Civil de 1993. Si bien la denominación puede pasar desapercibida, su modificación refleja el abandono de un procedimiento elitista, costoso y larguísimo, con un control total del proceso por las partes y absolutamente despreocupado por la desigualdad entre ellas y por una idónea impartición de justicia. La nueva propuesta quiso exactamente lo contrario: una justicia rápida y eficiente, que fomente el acceso gratuito a la jurisdicción, comprometida con los valores de una sociedad democrática, e inspirada en la idea que el proceso no sólo sirve para que las partes discutan sus derechos, sino también para consagrarse como el mecanismo idóneo de resolución de conflictos en una comunidad y generar paz social en justicia. En síntesis fue, como sentenció alguna vez Santiago SENTÍS MELENDO, un cambio del procedimentalismo al procesalismo.

Dejamos de lado, entonces, el culto al procedimiento, para cultivar la ciencia del proceso. Ello se verifica en la producción jurídica hasta ese entonces, pues casi la totalidad de los escasos textos que trataban alguna materia procesal se limitaban a realizar una mediocre exégesis de la norma, sin fomentar ningún tipo de análisis histórico ni mucho menos una cultura de la investigación. Asimismo, la enseñanza universitaria consistía sólo en un aprendizaje memorístico–repetitivo, que privilegiaba al alumno que recordaba la redacción al milímetro de la norma y su solemne formalidad, cercenando cualquier tipo de inquietud académica que pretenda ir un poco más allá del enunciado normativo. Es decir, al evaluar era mejor no pensar; bastaba con vomitar los conocimientos insertados a la fuerza la noche anterior.

Pero si todo lo descrito hasta ahora parece excesivo y aberrante, lo más lamentable de tal coyuntura era la postración del servicio de justicia durante los 81 años de vigencia del procedimentalismo. En efecto, los jueces se encontraban más marginados que nunca, abrumados por el control absoluto del proceso por las partes y completamente deslegitimados ante su sociedad: Nadie creía en el Poder Judicial, porque el rol del juez estaba apañado porPage 62 una normatividad que consagraba una ideología que, a su vez, entre otras cosas, lo condenaba a ser un mero aplicador de normas y a ser un espectador mudo en la contienda de las partes. Lamentablemente, el propio Judicial contribuyó a su desgracia; basta con recordar el impune formalismo con que la Corte Suprema anulaba los procesos judiciales que llegaban con varios años encima para constatar cuán descomprometido era el servicio de justicia con las necesidades de justicia de los ciudadanos.

Por consiguiente, el juez peruano era un ser inerte, sin ningún tipo de compromiso por la tutela de los derechos de los justiciables. Aunque, lo cierto es que este confinamiento querido por el Código de 1912 en modo alguno es algo exclusivo de dicho ordenamiento; por el contrario, tiene su sustento en una doctrina arraigada en todo el pensamiento humano: el liberalismo1. Entonces, la concepción de un proceso donde el juez sea una figura decorativa debe ser entendida desde una perspectiva filosófica e ideológica antes que jurídica. Esto es lo que, con mucho éxito, muchos pensadores contemporáneos han afirmado y que nosotros nos referiremos a continuación.

II Ideología liberal, neutralidad del juez y mediación

El derrocamiento del Ancien Régime producto de la Revolución Francesa no sólo significó un profundo cambio en el aspecto político y económico en Europa –con sus posteriores repercusiones en América– sino, principalmente, simbolizó el triunfo de la ideología liberalista que pregonaba la filosofía de la Ilustración. La confianza en el progreso, el incesante avance de la tecnología y el exacerbado culto a la razón fueron algunas de las principales características de esta corriente que, ciertamente, buscaba romper con el pasado e iluminar el futuro (de ahí que al siglo XVIII se le denominó el Siglo de las Luces; y a la doctrina filosófica que apareció en dicha centuria, Ilustración o iluminismo)2.

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Este inmenso movimiento acaparó una gran cantidad de ciencias y disciplinas del hombre y, como no podía ser de otra manera, al Derecho (o bien la ciencia del Derecho o jurisprudencia) le fue impuesta su ideología. Pero, ¿en qué consistía exactamente? La piedra angular de esta doctrina es el respeto por la libertad y autonomía del individuo. Por ello, lo que se conoce como Estado liberal es un fiel reflejo de esta intención de colocar al individuo en niveles casi supraestatales, pues la principal función del aparato estatal era no interferir en la esfera jurídica del individuo, no violentar su libre albedrío, ni mucho menos contravenir su voluntad. La más clara demostración de esta afirmación la podemos encontrar en el artículo 1142 del Code de Napoleón, que encierra la denominada incoercibilidad del hacer3.

Por otro lado, como hemos dicho líneas arriba, uno de los postulados más trascendentales de la filosofía de la Ilustración era el culto a la razón. Así, cuando el Derecho adoptó los postulados liberalistas, se concibió a la ley como la perfecta concreción de la razón, por su carácter impersonal y abstracto, y porque –se creía– aspiraba a una igualdad absoluta entre detentores del poder y subordinados4. Entonces, no es difícil deducir que la conocida Escuela de la Exégesis –cuyo método era circunscribir únicamente los estudios jurídicos al texto legal– tiene su génesis en el pensamiento liberal, cuya idolatría por la ley determinó la explosión de la codificación e hizo que la ley sea identificada con el Derecho mismo5.

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No menos importante es la preponderancia de la seguridad jurídica y la certeza como correlato de ella en el pensamiento liberal. Siempre bajo la premisa de respeto absoluto de la libertad del individuo, era imperativo que el modelo privilegiara la seguridad jurídica mediante la consagración de la ley como el eje del ordenamiento jurídico. Así, la seguridad jurídica plasmada en el proceso se manifestó, como veremos más adelante, en la instauración de un procedimiento que satisfaga las necesidades de los individuos y que se respete su autonomía y voluntad. Por esta razón, la confección (o, más bien, adaptación) de un procedimiento uniforme tenía que ser una garantía de seguridad para las partes, en cuanto la decisión –que debía fundarse en la letra expresa de la ley– no era otra cosa que una fórmula aritmética, un simple silogismo, cuya premisa mayor era precisamente la ley; y la menor, el caso concreto. En consecuencia, para llegar a esta decisión las partes tenían la obligación de probar sus afirmaciones, por lo que un rasgo esencial de este procedimiento era la amplísima facultad de ofrecer cuanto material probatorio fuera necesario y, por cierto, la obligación del juez de valorarlo íntegramente para aplicar bien el silogismo y brindar la certeza que el modelo liberal quería.

En esa línea, y teniendo como antecedente la corrupción de los Parlamentos (el servicio de justicia francés antes de 1789), ¿qué papel debía desempeñar el juez según la ideología liberal? Pues casi ninguno. La justicia e igualdad que la ley intrínsecamente contenía –pues se aplicaba para todos sin excepción– no podía ser trastocada por el juez, que debía ser un mero aplicador de la ley o, como reza la conocida frase de MONTESQUIEU que resume la función del juez en el pensamiento liberal, la boca que pronuncia las palabras de la ley6. Era pues una desconfianza absoluta hacia el Judicial por parte del sistema y, consecuentemente, por su sociedad.

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Tenemos, en consecuencia, que la libertad y la autonomía de la voluntad de los individuos debían ser respetadas a ultranza, y que el Estado debía tener la menor intromisión posible en su desenvolvimiento. En ese sentido, cuando los individuos tenían un conflicto por resolver, necesitaban que el Estado les proporcione un cauce que se inicie y concluya a su voluntad, donde se privilegie el principio de la escritura y las formalidades, donde se ventile todo el material probatorio que crean necesario para demostrar la veracidad de sus afirmaciones y que la decisión sea una exacta aplicación de la ley al caso concreto, mediando siempre certeza en el pronunciamiento final. Desde esta perspectiva, dicho cauce –el proceso– se reduce a tan sólo un ámbito en donde los sujetos discuten sus derechos privados, por lo que la conclusión lógica e inexorable –siempre según el pensamiento liberal –es que el proceso debe estar a disposición de las partes, lo cual equivale decir que su naturaleza es privada7.

Y, como es evidente, el papel del juez en un proceso concebido como un escenario donde el protagonismo lo tienen las partes porque están en juego sus derechos, no puede llegar a ser sino el de un árbitro, un modulador del conflicto. En efecto, por ningún motivo el juez, en este panorama...

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