Europa sin europeos : la ratificación del tratado de Lisboa en un contexto de crisis política

AutorProfª Dra. Marie-José Garot; Prof. Dr. José M. de Areilza Carvajal
Páginas24-30

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1 De la Constitución al Tratado de Lisboa

El resultado negativo en el referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa ha sumido a la Unión Europea en una nueva crisis política, cuando aún no había salido del todo del laberinto en el que se había perdido con motivo de los "no" de Francia y Holanda a la Constitución europea. 12 La mayor parte de los análisis hechos desde entonces se centran en buscar salidas pragmáticas, de modo que la Unión ampliada pueda aprobar las reformas propuestas y si es posible recupere el empuje del pasado. Este artículo aborda dichas soluciones, pero evita la simplificación excesiva a la hora de explicar la situación presente de la integración europea, ya que aspira a entrar en el fondo del problema. Además de analizar el proceso que va desde el Tratado de Niza a la Constitución europea y luego al Tratado de Lisboa, se centra en el dilema democrático que subyace actualmente en la integración, las difíciles preguntas sobre cómo respetar al mismo tiempo a la mayoría y a las minorías europeas y cómo hacer para que los ciudadanos europeos sean cada vez más protagonistas en la construcción de una unión política.

La Constitución que se elaboró entre 2002 y 2004 para la Europa ampliada era una manera de redistribuir el poder europeo antes de que entrasen diez nuevos países y de lanzar un debate sobre identidad europea, necesario para legitimar la continua transferencia de poderes hacia Bruselas. El texto pactado fue un híbrido: su contenido material y terminología eran en cierta medida los de una Constitución, pero su forma, elaboración, ratificación y reglas de reforma de sus artículos básicos fueron las propias de un Tratado. Esta reforma, por otra parte, no rompía con lo conseguido en medio siglo de integración y consistía sobre todo en una tarea de compilación. Se añadían novedades jurídicas y políticas importantes, pero el modelo "comunitario" permanecía. El texto definía una Unión de ciudadanos y Estados, otorgaba personalidad jurídica a la Unión, contenía por primera vez de modo expreso el principio de primacía del Derecho europeo, eliminaba la separación de políticas en "pilares", clarificaba el reparto de competencias UE-Estados (sin reducir los amplios poderes de la UE) y mejoraba la tipología y la jerarquía normativa comunitaria.

Asimismo, la Constitución incorporaba por primera vez con carácter vinculante una Carta de Derechos Fundamentales, aunque al final devaluada en sus posibilidades de aplicación por exigencias británicas. A cambio, reforzaba al Tribunal de Justicia, que obtenía jurisdicción sobre el espacio de libertad, seguridad y justicia. El punto más polémico de la negociación, el peso de los Estados en el Consejo, se saldó con una fórmula mucho más complicada que la anterior, basada sobre todo en el principio de población, como si tanto el Consejo como el Parlamento fueran Cámaras bajas. Consagraba un mayor poder de decisión de Alemania y otorgaba claramente más voz a Francia, Reino Unido e Italia. Finalmente, se creaban dos órganos novedosos, que podían fortalecer la defensa del interés europeo, el Presidente del Consejo Europeo y el Ministro de Asuntos Exteriores.

En todo caso, la Unión prevista en la Constitución europea no era una Federación. En el texto no subyacía la aspiración a evolucionar hacia la forma de Estado europeo ni de crear o imaginar un único pueblo. Al contrario, la Constitución reforzaba el respeto a las identidades nacionales y a los Estados miembros. La nueva Unión no disponía de instituciones centrales fuertes, con policía propia y fuerzas armadas, ni de presupuesto suficiente y capacidad impositiva y, sobre todo, le seguía faltando dosis de legitimidad social y lealtad de sus ciudadanos, agrupados de forma preferente en naciones o demoi. Page 25

La probabilidad de que la Constitución no entrase en vigor era alta, porque sus reglas de ratificación eran muy exigentes: se necesitaba la aprobación de todos los parlamentos nacionales, de no pocos tribunales constitucionales y en al menos ocho países referendums con resultado afirmativo, en un clima de escepticismo y desinterés por la política europea creciente.

Una vez que Holanda y Francia votaron "no" en sendas consultas a mediados de 2005 y otros cinco países decidieron suspender la ratificación, la Unión entró en crisis. No había Plan B y los líderes europeos no fueron capaces de entender el rechazo a la Constitución como una decisión libre de ciudadanos y Estados y, en el fondo, una etapa más en la democratización pendiente de la Unión. Los mandatarios tal vez no estaban preparados para escuchar a sus electores opinar libremente sobre cuestiones europeas. Ese verano entraron en una especie de bloqueo psicológico del que tardaron dos años en salir, una vez se renovó el liderazgo francés y alemán. Lo hicieron entendiendo la crisis constitucional al revés y pactando un rescate, el Tratado de Lisboa, que tiene algo de vuelta al elitismo originario de la integración europea. Ocultos tras la oscuridad de la terminología comunitaria, los líderes europeos acordaron en el Consejo Europeo de junio de 2007 una reforma de los Tratados existentes a través de una inusitada vía rápida, con el fin de insertar en un documento aparentemente técnico y deliberadamente farragoso muchos de los avances de la Constitución -esta vez sin consultas populares, por favor-, para evitar que la ratificación por cada uno de los 27 países fuese de nuevo un campo de minas. El pacto de salida del laberinto constitucional se hizo a partir de un mandato cerrado del Consejo Europeo a toda prisa y sin debates públicos, que incorporaba por la puerta de atrás la mayor parte de los contenidos de la fallida Constitución europea. En la elaboración del Tratado de Lisboa se utilizó de modo deliberado un lenguaje oscuro para disfrazar su contenido y evitar así referendos. Se ha presentado como un acuerdo "técnico", que incorpora la reforma política de las instituciones de la Constitución y por lo tanto supone una importante redistribución del poder europeo, con avances notables pero también con países más y menos beneficiados.

La apresurada negociación del Tratado de Lisboa se apartó del acertado diagnóstico que llevó a lanzar el proceso constitucional. En efecto, la declaración de Laeken de 2001, que puso en marcha la Convención Europea, afirmaba que "los ciudadanos consideran que las cosas se hacen demasiado a menudo a sus espaldas y desean un mayor control democrático". Para salvar esta distancia preocupante entre instituciones y ciudadanos se proponía una revisión a fondo del método de reforma de los tratados. El remedio no era tanto aprobar el contenido de la Constitución como acentuar el debate público sobre la Unión y la comparación entre distintas visiones del bien común europeo, a través de su elaboración, ratificación y posterior interpretación. Había un punto de idealismo en esta idea de republicanismo europeo, a imagen del americano, en el que la virtud de participación ciudadana en los asuntos públicos se convertía en esencial. Pero por lo menos trataba de poner en el centro del proceso de integración a las preguntas sobre los valores, los fines de la integración y la forma de tomar decisiones de la UE y apelar a los ciudadanos para superar la visión tradicional de que el engranaje de Bruselas es sólo un medio...

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