La ciudad ya no tiene estructura de promesa (a propósito del consumo o nosotros mismos)

AutorMaria José González Ordovás
Páginas85-96

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El presente le ha ganado terreno al pasado y al futuro. Lo cual es en parte debido a que cada etapa es consecuencia de la anterior y a la instalación de una forma de vida en el consumismo y la privacidad. Su propagación por todo occidente acarrea importantes efectos a nivel cultural, jurídico, económico, medioambiental y, cómo no, social. La soledad del individuo en una sociedad sin hombres sustituida por una sociedad de consumidores afecta, y no poco, a nuestras ciudades. El cálculo racional de fines y medios que prevalece en nuestro código de conducta acaba por tratar a las personas como hemos aprendido a tratar a las cosas, esto es, sólo en función de su utilidad y provecho. En esa vorágine de compra y venta el ideal de la búsqueda de la libertad se ha sustituido por el de la persecución de la felicidad privada, reduciendo ambas a la misma cosa. Esa identificación que ya fue vista con claridad por Hannah Arendt se ha traducido en cuestión de tiempo en una compleja fragmentación de la satisfacción de las necesidades en múltiples actos de consumo.

De hecho, y según lo ve Bauman “el mercado de consumo, en conjunto, puede considerarse como una salida institucionalizada de la política”. Ante el comportamiento más o menos adverso de la política para la satisfacción de nuestras necesidades o intereses el ciudadano tiene la opción de “salida” o “voz”. Quienes pueden permitírselo compran su salida del circuito público y para los que no pueden costeárselo queda la “voz”. El importante abandono de los que gozan de una mejor posición conduce a una paradoja por la que “aquellos que pueden influir en las decisiones políticas tienen pocos estímulos para hacerlo, mientras que la mayoría de quienes dependen de la decisiones políticas no tienen capacidad para influir sobre ellas” (BAUMAN, 1992, 134). O lo que es igual, la voz de los que se quedan, consumidores fallidos y por tanto poco eficientes para el sistema, se hace inaudible.

El presente es el consumo y sólo él establece los márgenes de la libertad, entendida no ya como relación social sino como libertad de compra. Lo que está en juego, como diría Bourdieu, no es la posición de cada cual sino cómo queda cada uno tras la comparativa con los demás, lo importante son las diferencias entre las posiciones sociales. El que cada persona construya su identidad desde la acción del consumo facilita y mucho la antigua ingrata

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tarea del control social. La seducción de la compra garantiza la continuidad del sistema desde la complacencia y ante la ausencia casi total de la coacción institucionalizada.

El consumo, forma y norma, determina el establecimiento del margen dando paso también a dos formas de vivir la ciudad: pública y privada, a la que se llega tras la “salida”.

Junto a los espacios públicos y privados que la ciudad alberga el espacio simbólico es el que le dota de una estética singular. Y no es precisamente ésa una cuestión menor pues las formas son fondos sobre todo cuando responden a modelos de ciudad no fortuitos coincidentes con modelos de expansión económica y financiera. La centralidad monumental de las ciudades con catedrales góticas respondía a un tipo de sociedad volcada en y para la espiritualidad; las construcciones nazis o soviéticas hacían alarde de la conquista y ostentación de un poder del todo sobre el individuo, los rascacielos de aquí y de allí, de antes y de ahora son la exhibición material de una conquista tecnológica que va más allá del cálculo científico.

Nuestro presente ha elegido ser simbolizado y representado por patrones urbanísticos que, como todos, contribuyen a modelar un determinado tipo de relaciones sociales entre quienes los comparten. A diferencia de lo que observamos hoy, antes la configuración de la ciudad exteriorizaba una definición de lo urbano frente a lo rural y la propia periferia que no dejaba lugar a dudas. La aparición de las primeras ciudades industriales supone un punto y aparte en la modelación urbana; comienza ahí la relación depredadora de la ciudad con su entorno. Los alrededores comienzan a ser sustituidos hasta su práctica extinción por los suburbios y el perímetro. El espacio urbano comienza a devorar a cuanto encuentra de modo que el diálogo de la ciudad siempre había mantenido con su territorio circundante se sustituye por un monólogo. Es el comienzo del fin de la ciudad como “personalización del espacio” (ARIAS SIERRA, 2003, p. 298). Pero aquella periferia que empezó siendo un paisaje de humo, suciedad y desperdicios que circundaba la ciudad ha ido dando paso a otra forma relacionada con un nuevo modelo social, económico y financiero basado, fundamentalmente, en el consumo. Mientras la economía industrial cede el puesto a la de servicios, el papel de las telecomunicaciones y la preocupación, a veces obsesiva, por la seguridad alientan una ciudad dispersa con importantes consecuencias desde el punto de vista medioambiental y energético, es la ciudad territorio que triunfa y se expande por todo el mundo occidental.

La dispersión guarda una relación conceptual con la economía de servicios en la que se vuelca ya más del 50% de la economía española (ARIAS SIERRA, 2003, 58). Ya no estamos ante una estructura urbana dignificada con un centro como correspondía a la ciudad consolidada, tampoco se trata de una composición policéntrica fruto de una expansión proporcionada sino de un entorno que al acaparar las funciones del sistema socioeconómico atrae continuos desplazamientos y núcleos poblacionales protagonizando así el modus vivendi del presente.

Nuevos centros de gestión, consumo y ocio (ARIAS SIERRA, 2003, 457 y ss.): ésas son las tres grandes funciones básicas y simbólicas que ubicadas en una periferia despersonalizada e inhóspita han puesto en solfa un modelo secular de convivencia ciudadana.

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El actual soporte tecnológico ha permitido descentralizar y aun deslocalizar las actividades en complejos empresariales que a modo de grandes parques y superficies retan las dimensiones de la lógica proporción humana aportando en su lugar concentración de productos y accesibilidad (los casi 13 millones de m2 de Pla-Za en Zaragoza pueden servir como ejemplo). El objetivo es garantizar la cooperación globalizada entre empresas especializadas y reducir gastos de almacenaje y gestión.

El consumo también es eje vertebrador de ese paisaje desparramado. A falta de otros valores compartidos dos soportes actúan de común denominador: la libertad casi circunscrita a libertad de compra como medio y el hedonismo como fin. El consumo aúna ambas: con el medio mismo se alcanza el fin.

Desde esa perspectiva la libertad, que nació como un privilegio aún sigue siéndolo. Ella y no las fronteras divide y separa a los compradores del resto, a los mejores del resto (BAUMAN, 1992, 19). Parece claro que la diferenciación creciente promovida por la división y especialización del trabajo que Durkheim ya describiera en su momento nos han traído hasta aquí pero no lo han hecho en solitario. La incitación al consumo y la atracción por el mismo ha ido jalonando toda nuestra evolución hacia la interdependencia y la globalización. (Se sabe desde hace mucho, Werner Sombart ya lo decía respecto a los siglos XVI, XVII y XVIII que “las grandes ciudades se desarrollan intensamente porque son la residencia del núcleo más numeroso de consumidores. Si el radio de la ciudad se extiende, débese, pues, en esencia, a la concentración del consumo en los centros urbanos del país”, 1979, 30)

Las periferias, anfitrionas del consumo especializado y masificado a un tiempo, acogen los modelos comerciales característicos del presente: las grandes superficies comerciales, que renegando de sus antecesores más directos, los grandes almacenes, prescinden de las señas que en su día las distinguieron e hicieron únicas. Ahora desaparecen los escaparates que, al menos en las plantas bajas permitían un diálogo entre el almacén y el paseante así como toda entrada de luz natural. Por supuesto, nada queda de aquellas preciosas cristaleras que como las de La Fáyette de París dotaban de claridad y elegancia al interior. En su lugar ha triunfado la denominada “estética del contenedor”. Bloques opacos y herméticos que desoyendo las mínimas consideraciones de ahorro energético se cierran al exterior y parecen jactarse de su total desinterés por el entorno que les rodea. Lo mismo pueden ser instalaciones de ocio, que de consumo, hospitalarias, científicas o carcelarias, nada salvo la publicidad delata su contenido y ello con un tamaño y en un enclave que aboca necesariamente a un aislacionismo en escala que hace estéril todo intento por la articulación e integración en el...

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