Contrato de trabajo y tercerizaciones

AutorMario Garmendia Arigón
CargoDecano de la Facultad de Derecho ? CLAEH (Punta del Este)
Páginas13-23

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Ver Nota1

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I) Introducción

Se me hace necesario comenzar esta presentación con una precisión acerca del enfoque escogido para realizarla. El título del tema (contrato de trabajo y tercerizaciones) me generó dudas sobre qué podría esperarse de mi exposición.

Descarté muchas ideas y por eso me siento obligado a comenzar puntualizando lo que mi exposición no será.

No será ésta una conferencia sobre la sustancia del contrato de trabajo, ni una disquisición sobre su naturaleza.

No será una presentación de las denominadas teorías relacionistas, que rechazan la idea de que el vínculo laboral sea un contrato.

Tampoco abordaré en profundidad el concepto de las tercerizaciones, ni los fenómenos de la exteriorización del trabajo, la subcontratación, la intermediación, el suministro de mano de obra ni ninguna de las diversas fórmulas que hoy suelen emplearse para organizar el trabajo en el mundo.

No compararé los ordenamientos positivos ni los mecanismos que aquéllos emplean para responder a los retos que impone la nueva realidad de la empresa en red.

Cualquiera de estos encares podría haber sido adecuado para abordar esta presentación. Sin embargo, opté por poner el foco en dos tópicos: el primero, consiste en intentar determinar dónde se encuentra el punto de contacto entre los dos ejes que componen el título de nuestro tema (a saber, el contrato de trabajo y el fenómeno de la tercerización) y el segundo, consistirá en presentar una sinopsis de los principales aspectos de la normativa uruguaya en materia de tercerizaciones.

II) El trabajo como objeto de un contrato

Sitúo el inicio de esta reflexión en el poco preciso momento histórico en que el trabajo brindado a otro en virtud de una relación que fue definida como libre2, tomó el lugar que antes ocupaba el trabajo esclavo o servil, es decir, aquel que — según Sinzheimer — era realizado como proyección de la propiedad ejercida directamente sobre el

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individuo, a título de derecho real3. El momento, entonces, en que el trabajo pasa a prestarse a cambio de dinero4.

En un contexto jurídico que no la consideraba merecedora de un tratamiento particular, esa relación de cambio que tomó por objeto al trabajo industrial, quedó calificada como un contrato y se le encontró acomodo en la figura del arrendamiento, a medio camino entre la locación de servicios y la locación de obras propiamente dicha5.

Se desarrolló de manera indiferenciada, es decir, como un contrato más, porque el jurista liberal no acertaba a ver en ese negocio nada distinto de lo que apreciaba en cualquier contrato.

En ese escenario, el trabajo era una cosa, el trabajador una fuente generadora de energía y el salario, el precio que el capitalista debía pagar para apropiarse de uno más de los (varios) ingredientes que debía incorporar al proceso de la producción.

Marcel Planiol no sentía ningún rubor cuando explicaba que en aquel contrato la cosa arrendada era la fuerza de trabajo que reside en cada personay que pude ser utilizada por otro como la de una máquina o un caballo6 y, en forma similar, Carnelutti calificaba al mismo como una “prestación de uso del cuerpo humano7.

La esencia principal del trabajo industrial era, así, perfectamente invisible para el Derecho. Donde la realidad mostraba trabajadores en situación de inferioridad ante el empresario, el jurista sólo veía, en uno y otro de los extremos de aquel vínculo, a sujetos de derecho libres e iguales y, por lo tanto, plenamente capaces de asumir obligaciones a través del instrumento contractual8.

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Ante el Derecho del liberalismo de comienzos del siglo XIX, no había trabajadores, sino sólo individuos capaces de contratar y ninguna razón podía determinar que hacia ellos se dirigiera un tratamiento distinto o particular.

III) La intervención estatal y su foco en la fábrica industrial

La alarma provocada por ciertas encuestas9 que revelaron las terribles condiciones del trabajo de los niños, llevó a algunos Estados a adoptar normas para limitar el esfuerzo excesivo al que aquéllos eran sometidos.

No eran todavía normas protectoras del trabajador, sino, en alguna medida, de la niñez, porque el trabajo aún no era apreciado como una materia que en sí misma reclamara una tutela particular.

De todas formas, allí se ubica el comienzo del fin del abstencionismo estatal y el inicio de lo que habría de ser el proceso de desarrollo de una legislación interventora, que pondría su primer punto de atención en el obrero de la fábrica.

La fábrica industrial se convertía así en el hábitat de una legislación que dificultosamente se abría paso en un escenario jurídico dominado por instituciones y conceptos propios del Derecho civil.

En relación a esa nueva legislación, la fábrica asumía una doble condición.

Era, por una parte, el empleador, y por lo tanto, uno de los sujetos a los que estaba destinada su aplicación. Pero simultáneamente, la misma fábrica era el entorno que demarcaba las fronteras conceptuales de la naciente regulación. Fue un determinado modelo de empresa el que ambientó un cierto concepto de contrato de trabajo, donde un empleador claramente identificado y único, contrataba la prestación de una labor específica, a desarrollar dentro de su establecimiento durante cierto número de horas en las cuales el trabajador permanecía subordinado al poder de dirección del empleador.

Ese arquetipo de empresa fue el campo de juego en que se desplegó el trabajo industrial y el que le dio forma a los principales institutos y definiciones del DT tradicional: el contrato de trabajo, la jornada, los descansos, el salario, los poderes

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patronales y hasta las propias definiciones de los actores (trabajador y empleador) que configuraron el vínculo laboral típico.

Ese modelo de organización empresarial fue también la base sobre la que surgieron y se desarrollaron todos los fenómenos colectivos: sindicatos, negociación y conflictos colectivos.

IV) La configuración contractual de la relación de trabajo y su impugnación

Aquella normativa se desarrollaba, además, en torno a la noción de la subordinación. Para quedar alcanzado por la legislación protectora, el trabajador debía realizar su actividad en calidad de subordinado, en el marco de un vínculo jurídico cuya naturaleza contractual era indiscutible para la mayoría.

Y hay que decir que lo era para la mayoría y no para todos, porque para comienzos del siglo XX ya surgían opiniones que impugnaban tal encuadramiento contractual.

Se advertía que muchas de las notas que hacen a la esencia de los contratos no estaban presentes en esta relación o, aun estándolo, aparecían en ella tan distorsionadas que resultaba difícil detectar similitudes con aquella figura.

¿Cómo es posible — se decía — que se pueda hablar de contrato, cuando no hay aquí dos partes en pie de igualdad, ni autonomía individual que se pueda asimilar a la del Derecho civil? ¿Dónde está el acuerdo de voluntades generador o fuente de obligaciones? ¿Dónde se podría ir a buscar la común intención de las partes, en un vínculo en que el que prevalece la idea del conflicto?

Surge así, la llamada teoría de la relación de trabajo, que según de la Cueva “tuvo como propósito elevar al trabajo a la categoría de un valor en sí mismo, independiente (…) del acto o causa que determinó al hombre a prestarlo” y cuya paternidad este autor atribuye a Georges Scelle, que habría sido el primero en percibir que el trabajo no varía su esencia por la distante naturaleza del acto o...

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